¡PENSAR EN PESOS! ¿ES POSIBLE EN LA ARGENTINA?

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Cíclicamente y más aun en los últimos tiempos, se ha instalado en el país la controversia respecto de la costumbre arraigada en los argentinos de utilizar, en sus operaciones con dinero, el dólar estadounidense u otras monedas extranjeras.

Allá por el año 2012, quién estas líneas escribe, entendió oportuno ocuparse del tema, con fines meramente esclarecedores, habida cuenta que, desde la máxima magistratura del país, se propiciaba el uso del peso, en lugar de las monedas extranjeras citadas, puntualmente, la divisa norteamericana, a cuyo efecto y a título de ejemplo, procedió a cambiar a “pesos” una significativa suma en dicha moneda, que estaba en un plazo fijo, instando a los ministros de la época a actuar de idéntica manera.

Ello resultó así, sin querer advertir, que el dólar es la medida del poder y la prosperidad en el pais, el principio organizador de una economía inflacionaria, tratándose de una moneda extranjera que se torna familiar y eterna, sagrada e intocable en la vida pública y privada.

Recientemente, también el Presidente de la Nación exhortó a los argentinos a “pensar en pesos”, en lugar de hacerlo en “dólares americanos”, cuestión que, “prima facie” y a la luz de la experiencia de vida de los habitantes de nuestro país, constituye un verdadero “wishful thinking” o una “misión imposible”, como la de la saga televisiva.

Ante ello, cabe preguntarse: ¿Hay alguna posibilidad que esa exhortación sea actualmente posible? Veamos:

Ante todo cabría traer a colación lo manifestado por Robert B. Reich en cuanto a que “En la historia de una Nación pocas ideas son más peligrosas que las buenas soluciones a los problemas equivocados” (*). 

Entendiéndose a esas ideas y problemas, en el caso, como la intención de “cambiar”, de sopetón, una manera de pensar de los argentinos, enquistada a través de décadas de desaguisados económicos, que llevara a éstos a descreer en la moneda de curso legal en el país y a sacralizar la moneda estadounidense.

Pruebas al canto, cabe citar lo publicado hace unos meses por el diario “El Cronista”, referido a que “Para la compra que hace 10 años se pagaba con un “Roca”, hoy se necesita un “hornero”. Lo cual significa, en buen romance, que en ese lapso se pasó de necesitar $100 a requerir $1000, para concretar idéntica operación. Aclarándose que, en el año 2008, con el billete de mayor denominación, por ese entonces el de $100, con diez unidades alcanzaba para comprar 400 kilos de azúcar, 358 litros de leche o 350 botellas de agua. En la actualidad, con los mismos 10 billetes de $100 se compran 40 kg., 38 litros de leche y 45 botellas de agua. 

Según el informe que se cita como referencia, para comprar una canasta de 17 productos básicos, que hace una década costaba $134, hoy se necesitan $1056. De “Roca” al “hornero”, en una década. Siendo el corolario de lo expuesto que, para comprar lo mismo que hace diez años, en la actualidad se necesita 10 veces más unidades de la misma unidad monetaria.

Es como si a un renombrado sastre de trajes “taylor made”, se le cambiase el confiable metro de madera, con puntas de bronce, que tradicionalmente utiliza para establecer las medidas para su trabajo, por la inestable cinta métrica de tela, que nuestras abuelas se colgaban al cuello, mientras cosían con sus máquinas de coser a pedal.

Al respecto, no resulta ocioso señalar que, la sabiduría jurídica del Codificador Dr. Dalmasio Vélez Sarsfield previó, en el viejo, noble y probado Código Civil, entre las obligaciones de dar sumas de dinero, la de dar moneda que no tuviera curso legal dentro de nuestras fronteras, lo cual sería asimilable a la “obligación de dar cantidades de cosas”.

Tal previsión legal rigió durante más de un siglo, hasta la sanción de la Ley 23928, conocida como la “Ley de Convertibilidad”, que cambió dicha obligación, por razones coyunturales de la época de su sanción, por la de “dar sumas de dinero”, lo cual  ha regido hasta la vigencia del nuevo Código Civil y Comercial de la Nación, que reinstalara el criterio original del Codificador, aunque con una redacción que ha causado no pocas controversias, en cuanto a las consecuencias de su aplicación.

Aquella Ley 23928 sólo acotó la obligación genérica de “dar cantidades de cosas” a una más específica o concreta como es la de “dar sumas de dinero”, que, en el caso de la moneda extranjera, siempre ha sido una “cosa fungible”, (pero, al fin de cuentas, solamente una “cosa”) dado que ésta nunca ha tenido, ni tiene curso legal en el país.

En ese orden de ideas, parece oportuno efectuar un recorrido analítico, respecto del tema de fondo, tanto desde el punto de vista jurídico como económico.

Aspectos jurídicos y económicos.

Las cosas, los bienes y el patrimonio

Con carácter previo cabe poner de resalto que doctrinaria y tradicionalmente se han llamado cosas, los objetos materiales susceptibles de tener un valor y los objetos inmateriales susceptibles de ser valorizados, igualmente que las cosas, se llaman bienes (cosas y derechos patrimoniales). Siendo el conjunto de  éstos, lo que configura el patrimonio de una persona.

Aunque parezca ocioso señalarlo, el valor que las cosas tengan, será medido a través de un  “patrón”, como lo es el dinero o más precisamente el valor que tenga la moneda de curso legal en el territorio nacional, a los efectos de posibilitar adquisición de aquellas con ésta, sin mayores variaciones en su poder adquisitivo. Es decir, la capacidad de la moneda de adquirir una cosa, satisfaciendo la necesidad, tanto del vendedor como del comprador. 

El dinero. Su naturaleza y carácter.

El dinero sirve para comprar bienes, pero los bienes no sirven para comprar dinero.

El lugar para estudiar la actuación de las fuerzas monetarias se encuentra en el mercado de bienes.

El dinero no es otra cosa que una abstracción impuesta por las necesidades de cambio y el “atesoramiento”. Económicamente, el dinero es una magnitud de cambio y, como tal, tiene la misma naturaleza inconcreta que un kilogramo o un metro.

La  moneda, como “unidad de cuenta”  debe entendérsela como una “medida de valor”, la cual cuando es generalizada se transforma en un “medio de cambio”, conocido más ampliamente como “medio de pago”.

Ambos elementos, configuran las bases de una “economía monetaria”, en contraposición con la “economía de trueque”, donde los bienes, en principio, se intercambian unos con otros en función de las necesidades y las posibilidades de satisfacerlas con ellos, que tengan las partes que concierten la operación.

El dinero como “medio de pago”  es algo concreto (p.e. una moneda, un billete, etc.); como “medida de valor” es una unidad abstracta (p.e. el dólar estadounidense, la libra esterlina, etc.) El dinero, en cuanto “unidad de cuenta”, se distingue de los bienes por el hecho de que su precio no puede variar, ya que es siempre igual a la unidad. Por el contrario, lo precios de los bienes fluctúan, por lo general, libremente. El dinero como medio de pago, se distingue de los bienes por su aceptación general.

La auténtica naturaleza del dinero es que se trata de un procedimiento de cuantificación de las operaciones económicas. La correspondencia entre las cosas y la moneda varía, pero el sistema de ésta permanece inmutable.

En tal virtud, se puede afirmar que el dinero tiene, desde el punto de vista económico, las 

funciones de “medio de cambio”  y “unidad de cuenta”.

En cambio, desde el punto de vista jurídico, se lo considera  “un medio de pago”.

En ese orden de ideas, debe destacarse que  el “medio de cambio”  es una cosa concreta que una persona entrega materialmente a otra como pago, en contraposición a la “unidad de valor”, 

que es un elemento matemático que permite la contabilización de las transacciones.

Al respecto, debe tenerse presente que el dinero, como “medida de valor”, se vincula con todos los bienes y servicios mediante una relación que se llama “precio”. 

Este, por su parte, es la suma de unidades monetarias que el comprador pagó en un contrato de compraventa  o que promete pagar si se contrae una deuda.

En efecto, para la consideración del jurista, el dinero aparece como medio general de pago. Es decir, como instrumento de extinción de las obligaciones dinerarias, con lo que la función del “medio de pago” es especialmente jurídica, sin dejar de ser económica.

Por ello, cuando el dinero pierde su condición de tal o se desmonetiza, éste se convierte en mercadería.

Esta situación se patentiza cuando se contrae una obligación en una moneda que no es la del lugar de pago y la legislación de éste determina imperativamente que la liberación del deudor sólo se produce mediante el pago en la moneda de curso legal en aquél.

En estos casos nos encontramos frente a deudas en moneda extranjera, en las que, esencialmente, la moneda extranjera actúa como moneda de cuenta fijando el “quantum” de la obligación que sería pagada en moneda nacional por el valor de cambio al día de pago o del día del vencimiento.

El objeto de la deuda sería la “moneda de contrato” y la forma de liberación la “moneda de pago”. Es decir la “moneda de contrato” es aquella en se contrajo la obligación y la “moneda de pago”, sería con la cual ha de cancelarse la misma.

Las deudas en moneda extranjera juegan en la realidad como verdaderas cláusulas de reajuste de las deudas dinerarias. Se busca, mediante las mismas, eludir las consecuencias de la aplicación del “principio nominalista” cuando no se confía en la estabilidad de la “moneda del lugar de pago”. Tal ocurre cuando ésta se halla sujeta a un proceso de inflación. La “cláusula moneda extranjera” implica, pues, una derogación contractual del principio nominalista.

Cabría aquí recordar, en atención a lo expuesto, a Alejandro Dumas, autor de tantas obras destacadas como “Los tres mosqueteros”, que decía: “No estimes el dinero en más ni en menos de lo que vale, porque es un buen siervo y un mal amo”.

La Inflación. 

Cabe señalar que la apreciación del dinero por parte de sus usuarios, es sólo un reflejo de la valoración de los bienes que se pueden comprar con él.

Un aumento de la renta nacional no significa necesariamente  que nuestra riqueza en bienes y servicios haya crecido. Sólo si el valor o poder adquisitivo de la unidad monetaria ha permanecido constante durante el período de comparación cabe conclusión semejante.

En momentos de una importante  inflación de precios, el dinero puede ser el peor medio de almacenar valor. Tales ocasiones se caracterizan por el deseo general de desprenderse del dinero con la mayor rapidez posible. En momentos así, cualquier bien, sobre todo cualquier bien material duradero, es preferible al dinero como reserva de valor.

Es por ello que puede decirse, que la inflación es un exceso de la cantidad de dinero y depósitos bancarios, es decir, demasiada moneda en relación con el volumen físico de los negocios que se realizan.

Desde un punto de vista más preciso,  puede destacarse que, esencialmente, la inflación se produce en un país cuando la oferta de moneda, es decir de dinero y de depósitos bancarios utilizables por cheques, aumenta en relación con la demanda de moneda, tal como queda expresada en el volumen de bienes y servicios que han de cambiarse y origina un alza en el nivel general de precios.

No tenemos más que imaginar lo que ocurriría con los cálculos y planes económicos si el número de onzas por libra, de pulgadas por pie o centímetros por metro fuese variable y recordar que, así como tales medidas sólo intervienen en contratos relativos a bienes vendidos al peso o por longitud, la unidad monetaria entra en todos y cada uno de los contratos económicos, sean de la clase que sean.

Los movimientos generales de precios, sin embargo, provocan alteraciones en la estructura de los precios relativos. Cuando el dinero creado origina una inflación de precios, resulta afectada la distribución de la renta nacional, en perjuicio de las personas que poseen rentas fijas o de aumento relativamente lento, las cuales se ven obligadas a reducir sus compras.

Gran parte de esta injusticia la ocasiona la llamada “ilusión monetaria”, esto es la pretensión de que la rigidez del precio del dinero significa que su valor no varía. Tal pretensión se halla implícita en todos los contratos basados en la unidad monetaria. Los términos de los contratos, por lo general, no se modifican con las alteraciones del poder adquisitivo.

Conclusiones

Volviendo al tema que alentara el encarar este trabajo, es decir la posibilidad de “pensar en pesos” en nuestro país, por parte de sus habitantes, cabe concluir que, si bien es cierto que ello es absolutamente posible, habida cuenta que a eso apunta la legislación vigente, no lo es menos que tal actitud es así, solamente desde el punto de vista “nominalista”. 

Ahora bien, desde la óptica de la realidad económica subyacente y tras tantos años de inflación monetaria, en cuyo proceso de generación los argentinos son “convidados de piedra en la mesa de las decisiones” , toda vez que el diseño de la política monetaria y el monopolio de la emisión de moneda consecuente, es resorte exclusivo del Estado, cabe comprender que aquellos busquen, en una clara defensa propia, la manera más eficaz para resguardar el valor de sus patrimonios, confiando más en un “Franklin” que en un “Roca”.

En ese orden de ideas, es el Estado el que, al tener el monopolio de la emisión de la cantidad de unidades de billetes representativos del “peso”, directamente determina el medio legalmente idóneo para cancelar las obligaciones en el país, independientemente de su “valor”. Es decir, la cantidad de “numerario” que se requiera a esos efectos o para adquirir una determinada cantidad de cosas.

Ello conlleva a destacar que la moneda o dinero papel, en su condición actual, no es convertible en otra o en metal precioso alguno, transformándose por ende en “dinero fiduciario” o sea en una “unidad de cuenta” que circula en el circuito económico por “la confianza”, que su emisor inspira, como depositario de esa “confianza”, a los que la utilizan como “unidad de cambio”, en sus diferentes transacciones.

Ahora bien, el tema relevante de la cuestión en análisis se presenta cuando los usuarios del referido “dinero fiduciario” pierden su “confianza” en él, como “reserva de valor”, por la  influencia del mentado proceso inflacionario, que erosiona el mismo y desalienta la posibilidad de conservarlo, manteniendo inalterable su poder adquisitivo, a lo largo de un período de tiempo acotado.

Con relación a ello, cabe destacar que la pérdida de la “confianza” es algo que se produce rápidamente, en un tiempo inversamente proporcional al necesario para cimentarla dado que: 

“La confianza crece con la lentitud de la palmera y cae con la rapidez del coco”.

Decididamente es esto lo que ocurre cuando los usuarios del “dinero fiduciario” lo descartan  como “reserva de valor”, volcándose a la compra de bienes durables, con sus naturales dificultades de almacenamiento o de monedas extranjeras que, intrínsecamente tienen una gran facilidad para su conservación,  resguardo y aceptación general para que, eventualmente se cancelen obligaciones en una suerte de trueque, libremente acordado entre el acreedor y el deudor. 

Por lo tanto, la comprensión de la respuesta a la pregunta planteada al comienzo de estas líneas, sólo tendría entidad si se ciñe a lo expresado en los párrafos precedentes, con relación a la necesidad de los usuarios del “dinero fiduciario” de creer en él, en cuanto hace a la disfunción de éste como “reserva de valor”, lo cual lleva a sus poseedores, en ejercicio de su legítimo “derecho de defensa frente un acto del príncipe”, a procurar vías alternativas idóneas para alcanzar dicho objetivo, como es la de volcarse a pensar en términos de la moneda estadounidense, según sean las necesidades de cada uno de ellos, claramente amparados por el artículo 17 de la Constitución Nacional, en cuanto a que la propiedad es inviolabe.

Caso contrario, se estaría ante el caso de considerar a la moneda nacional “en más o en menos”, convirtiéndola en “un mal siervo o en un mal amo”, ante lo cual  nadie podrá alegar su propio error o torpeza (nemo auditum turpitudinem allegans).

Finalmente, ante las exhortaciones comentadas precedentemente, parafraseando a Sor Juana Inés de la Cruz, se podría concluir: “Gobernantes que imputáis conductas desdorosas a los gobernados,sin razón, sin ver que sois la ocasión de aquellas que endilgais”.